Monstruos y maravillas: entre el miedo y el placer
Nada define mejor a una cultura como sus monstruos; a través de ellos no solo se canalizan los miedos, las represiones y los tabúes sociales sino, además, las utopías. Un monstruo, prodigio o portento es un lugar de contradicción; pocas figuras pueden provocar polaridades emocionales tan intensas como el rechazo y la atracción al mismo tiempo. La monstruosidad y la maravilla fueron herramientas para negociar con lo desconocido, mecanismos supremacistas, figuras de represión, imágenes de terror y propaganda, pero, también, fueron vehículos de subversión gracias a los cuales se ensanchaban los horizontes mentales.
En los confines del mundo: Negociando con lo desconocido
A finales del siglo XIII y en uno de sus viajes entre China e India, Marco Polo había visto con sus propios ojos un unicornio. El aventurero no podía ocultar su decepción: “no tiene nada que ver con el animal que solemos describir en estas partes, donde se dice que se deja cazar por una virgen, puedo asegurar que es exactamente lo opuesto a lo que creemos”. Marco Polo parecía estar bastante desconcertado con el hecho de que esta maravilla, tradicionalmente descrita con toda dignidad, no tuviera ningún reparo en revolcarse en el barro y se pareciese más a un cerdo o a un jabalí. De hecho, no le quedaba más remedio que admitir: “es una bestia bastante fea”. El unicornio de Marco Polo era, en realidad, un rinoceronte; sin embargo, y a pesar de la decepción, el crédulo navegante prefería creer.
La literatura de viajes y topográfica de los siglos XIII y XIV no perdió la oportunidad de describir los prodigios encontrados en los márgenes del mundo y, como Marco Polo, los viajeros y testigos de estas maravillas adaptaron sus relatos magnificando, en ocasiones, las monstruosidades. Este género literario se conoce como mirabilia. En estos relatos, no existe una sola forma de encarar al monstruo, todo que dependerá de la propia subjetividad del autor y de las intenciones del texto. Sin embargo, todos los autores tienen algo en común, al presenciar un “monstruo” o una “maravilla” existe une negociación interna, un diálogo entre lo conocido y desconocido; el puente entre ambos universos será un puente forjado a base de connotaciones culturales y aproximaciones personales. Al interpretar al rinoceronte como un unicornio, Marco Polo estaba leyendo la realidad según su propia cultura, otorgaba significados conocidos (el unicornio) a formas desconocidas (el rinoceronte). Otro viajero como William Rubruck relataba a su vuelta de Asia, en 1250, que había buscado en vano a los monstruos sobre los que había leído antes de su partida. Parece ser que lo escritores habían exagerado en sus relatos pues el misionero no había encontrado ninguna de estas maravillas, se preguntaba si todo ello era verdad. Son dos formas distintas de negociar con lo desconocido, donde Marco Polo veía maravillas, William Rubruck no veía nada.
La relación con la maravilla es ambivalente y compleja. Por un lado y de forma comprensible, los monstruos que habitaban los confines del mundo despertaban fascinación. Se entendía que, en estos lugares remotos, la naturaleza había dado rienda suelta a su creatividad concibiendo seres agraciados con un sentido de la libertad inédito. Estos lugares ficticios eran tierras imaginarias que, en cierto modo, cuestionaban el orden establecido y los límites hasta entonces conocidos. Eran regiones donde las fronteras entre especies y géneros obedecían a una lógica desconocida y ello no era necesariamente negativo. De hecho, para muchos era una oportunidad de evaluar la propia realidad, era, en definitiva, una transgresión que dilataba los horizontes. Algunos escritores como James de Vitry en el siglo XIII podían incluso relativizar: “Sabemos que todos los trabajos de Dios son maravillosos, aunque aquellos que estén acostumbrados a mirarlos no sientan admiración. Quizás los cíclopes, que tan solo tienen un ojo, se maravillan ante aquellos que tienen dos ojos del mismo modo que nosotros con ellos (…) Nosotros consideramos a los pigmeos enanos, pero quizás ellos nos juzguen como gigantes (…) A nosotros no nos sorprenden muchas cosas en nuestras tierras que la gente de otras tierras, si supieran de ellas, o no se las creería o las considerarían maravillas”
No sorprende que los mirabilia fueran relatos principalmente consumidos por monjes, la vida enclaustrada proporcionaba pocas aventuras y estas maravillas eran una forma de salpimentar su realidad, además de sublimar una vida de viajes y encuentros con lo maravilloso. Por otro lado, los relatos de viajes y mirabilia eran géneros permitidos en la vida monacal. Otro tipo de literatura de entretenimiento, como los romances caballerescos, contenían riesgos morales para un monje, sus historias estaban pobladas de adulterios y amores ilícitos, mientras que los mirabilia y relatos de viajes… ¿Qué había de malo en informarse sobre otras partes del mundo?
No obstante, no nos engañemos. A pesar de que podían existir algunos monjes entusiastas veían la belleza en la diversidad, en aquella negociación mental entre lo conocido y lo desconocido, esto último tenía las de perder. En las ocasiones en las que había un interés militar, la tendencia era la de justificar el ataque engrandeciendo las maravillas del territorio y magnificando la monstruosidad de sus habitantes. Cuando en 1185 Gerard de Gales fue enviado a Irlanda por el rey Enrique II, relataba los numerosos híbridos y seres monstruosos que se encontraban en la isla a modo de exhibir la bajeza moral de los lugareños y justificar, así, la conquista. De ellos escribía que eran “adúlteros, incestuosos y concebidos contra-natura”. De forma semejante sucedió en las cruzadas y, posteriormente, de forma dramática en las colonizaciones de territorios en ultramar.
Un monstruo era una forma de expresar un fenómeno considerado anormal y muchos escritores de viajes no dejaban de subrayar estas diferencias a modo de manifestar un prejuicio. Las extraordinarias fisonomías de estas maravillas eran, es cierto, una imagen con la que asombrarse, pero también un signo de todo lo incivilizado. Es posible que para algunos lectores de estos libros esta transgresión fuese algo deseable, al fin y al cabo, no todo el mundo en los siglos XIII y XIV percibía la realidad de la misma forma. Es comprensible que algunos incluso soñasen con tierras lejanas donde el cuerpo, el género y la sexualidad se viviese de otra forma. Sin embargo, la tendencia general era el uso de la monstruosidad como medio subrayar una superioridad moral y cultural sobre la otredad, ello incluye, evidentemente, culturas y creencias diversas. En este sentido, conocidísimo es el uso cristiano de la propaganda visual para ridiculizar y minimizar a los judíos y musulmanes.
Conviviendo con monstruos
Leer relatos sobre maravillas ubicadas en lugares remotos, fantasear con esos cuerpos imposibles y sus hábitos era una cosa. Sin embargo, que esas monstruosidades surgiesen de forma espontánea en tierras cercanas, ya era otro asunto. La relación con la diversidad podía ser ambigua desde la distancia, algunos incluso podían identificarse secretamente, pero cuando ella estaba cerca, ese aparente abrazar la diversidad se tornaba en un feroz ataque contra toda disonancia.
De hecho, no era necesario acudir a realidades extraordinarias para detectar la monstruosidad, como muchas investigadoras han subrayado recientemente, para muchos tratadistas medievales ser mujer contenía algo de monstruosidad intrínseco. Una de las mayores autoridades en la medicina y anatomía medieval era Aristóteles y él había establecido claras diferencias entre hombres y mujeres. Éstos eran más calientes que las mujeres y ello los hacía intrínsecamente superiores. De hecho, gracias al calor, los hombres podían producir el semen necesario para la reproducción, mientras que la hembra debido a su falta de temperatura tan solo podía producir sangre (mensturación). Para Aristóteles femenino y monstruosidad era conceptos muy cercanos: “Y es que las hembras son más débiles y frías por naturaleza y hay que considerar el sexo femenino como una malformación natural”.
Esta idea de “monstruosidad” en el cuerpo femenino llevaría a muchos teólogos e inquisidores a especular sobre la calidad moral de las mujeres empleándolo, posteriormente, como arma ideológica en los momentos atroces de la caza de brujas. Las visiones de lo femenino, lo monstruoso y la brujería, es un tema que desarrollaré en una futura newsletter, por ahora, quisiera dejar en evidencia que el concepto de “monstruosidad” era mucho más versátil y amplio de lo que pensamos. En realidad, el único cuerpo considerado normativo era el masculino, el femenino, una malformación “deseable” pues favorecía la procreación, otros casos, como los llamados hermafroditas, eran directamente considerados aberraciones por algunos tratadistas (aunque también este tema necesitaría una newsletter independiente).
Sin embargo, he de ceñirme aquí a un tipo de prodigio que me interesa particularmente y es aquél que trae malos presagios. Es un monstruo distinto a los descritos anteriormente, en este caso, son accidentes; eventos que “muestran” comportamientos indeseables o futuras catástrofes. Ya San Agustín había escrito: “Los monstruos están bien llamados así y se derivan de monstrare (mostrar), porque muestran algo con significado”
La monstruosidad era una marca física de una previa alteración del orden, en este sentido, transmitía un mensaje. Del mismo modo que la menstruación femenina era interpretada por los teólogos como una reminiscencia de la caída del Edén, la monstruosidad física era un castigo divino hacia un acto inmoral. Por ejemplo, Hildegarda de Bingen creía que los monstruos provenían de la copulación con animales. Otros opinaban que los portentos se debían a que las mujeres habían visto seres diabólicos durante su embarazo y algunos los atribuían a prácticas sexuales consideradas aberrantes, por ejemplo, que la mujer estuviera encima del hombre durante el acto sexual traicionando la única postura aceptable: el misionero. Un monstruo era un rasgo físico que delataba una subversión moral.
En 1512, un alarmado farmacéutico, Luca Landucci, recogía en su diario la aparición de un increíble portento; había nacido en Rávena un ser con un cuerno en la cabeza, en lugar de brazos tenía alas de murciélago, tenía genitales de ambos sexos, así como un ojo en la rodilla derecha y remataba su singular fisonomía con un pie de águila. El farmacéutico afirmaba “yo he visto el dibujo” y aquello era suficiente para no dudar de su veracidad. Dos semanas más tarde, las tropas españolas y francesas entraban en Rávena causando estragos y saqueándola, Luca Landucci volvía a escribir en su diario: “¡Es evidente que el monstruo diabólico tenía que ver con esto! Grandes catástrofes suceden en las ciudades donde nacen seres como estos; lo mismo sucedió en Volterra, que también fue saqueada después de que un monstruo similar naciese allí”. Tampoco faltaron las lecturas moralistas y políticas, desde el bando contrario, el francés Johannes Multivallis interpretaba el monstruo de Rávena del siguiente mondo: “El cuerno indica el orgullo; las alas, la frivolidad mental y la inconstancia (…); el pie, rapacidad, usura y todo tipo de avaricia; el ojo en la rodilla, una orientación hacia las cosas terrenales; el doble sexo, sodomía” el cronista francés aleccionaba: “Debido a estos vicios, Italia está destrozada por los sufrimientos de la guerra, el rey de Francia no ha emprendido esta guerra por su propio poder sino empujado por Dios”.
El siglo XVI fue un período particularmente prolífico en materia de monstruos. Por un lado, se debía a una concepción del mundo distinta; los monstruos ya no pertenecían a las regiones insondables puesto que muchos de aquellos territorios ya no eran tan inhóspitos. Por otra parte, Europa cultivaba sus propios monstruos: los del protestantismo y los de la contra-reforma. En 1575, el profesor de medicina Cornelius Gemma afirmaba que no era necesario viajar al “nuevo mundo” para ver faunos, sátiros, andróginos o cíclopes y, con un dramatismo bastante ilustrativo, afirmaba que muchos de los monstruos “podían encontrarse entre nosotros, ahora que las leyes de la justicia han sido pisoteadas, la humanidad desobedece, y toda la religión está hecha pedazos”.
La ansiedad protestante por el apocalipsis generó una obsesión por los signos con los que este se anunciaba; los presagios venían en forma de fenómenos metereológicos inexplicables, así como por las monstruosidades espontáneas. Fue este un apogeo de fake news donde proliferaron los panfletos anunciando la temida catástrofe final. Avivadas por la rapidez de la imprenta, las noticias catastróficas circulaban como la dinamita creando el pánico entre los temerosos. Estos panfletos, a menudo exclusivamente visuales, eran coleccionados por muchos curiosos que creaban su propio gabinete de curiosidades seleccionando y archivando estas noticias maravillosas. El cura protestante Johann Jakob Wick (1522-1588) dedicó parte de su tranquila vida en Zúrich a coleccionar estas “curiosidades”, entre sus obsesiones estaban todos los fenómenos que representaban la transgresión del orden: la guerra, los fenómenos metereológicos, los monstruos, los asesinatos y los casos de brujería.
No obstante, tanto protestantes como católicos también emplearon la monstruosidad para atacarse mutuamente, con la imprenta como gran aliado, en esta lucha propagandística. El caso más famoso son las imágenes de Lucas Cranach divulgadas por Lutero y Philipp Melanchthon a modo de denunciar la corrupción papal.
Si para los protestantes la monstruosidad era un heraldo del fin del mundo, los católicos la veían como un signo de herejía: los portentos eran una respuesta divina a la decadencia moral profesada por Lutero y sus seguidores.
La belleza en la bestia
Muchos escritores de panfletos, editores y compiladores de fenómenos extraordinarios, pronto se dieron cuenta de que sus contenidos no causaban terror sino admiración o, en su defecto, ambas cosas. Prueba de su popularidad es que, a finales del siglo XVI, la monstruosidad era oficialmente un negocio, se dispensaban licencias para exhibir públicamente monstruosidades a cambio de dinero. Otro ejemplo es el éxito de recopilaciones como Histoires Prodigieuses que contaba con nada menos que seis volúmenes escritos por distintos autores. Los dos primeros volúmenes fueron escritos por Pierre Boaistuau y Claude Tesserant que imprimieron un carácter moral a la aparición de los prodigios: las malformaciones eran el resultado de la incontinencia sexual que había desatado la ira de Dios.
El escritor anónimo del sexto y último volumen mantenía el argumento de la ira divina. Efectivamente, habían sido los herejes protestantes quienes habían violado los principios de la fe y los monstruos eran una consecuencia de ello. No obstante, el autor reconoce querer proporcionar “más placer a los lectores con las partes más curiosas de las maravillas”. El desconocido autor se había dado cuenta de que existía un público ávido de historias prodigiosas, reconocía, además, el encuentro entre la monstruosidad y el placer.
Es cierto que la transgresión y la hibridez producían, en principio, desconfianza. Sin embargo, la relación con la monstruosidad no debe resumirse con un rechazo a la “otredad”, estudiar el impacto emocional provocado por lo maravilloso, supone entrar en un terreno repleto de connotaciones culturales, pero supone, además, entrar en el campo de la subjetividad. Es innegable que a través de los monstruos muchos escritores imprimieron sus ópticas xenófobas, misóginas y opresivamente normativas. Sin embargo, para muchos otros, la monstruosidad era un territorio utópico de libertad y perfección, un lugar de experimentación y creatividad. Durante los siglos anteriores los y las alquimistas ya habían argumentado en favor de la alteración de las leyes naturales; su ciencia era precisamente la práctica de la transgresión por excelencia, pues aspiraban a modificar las esencias de los elementos naturales. No sólo eso, sino que habían hecho del andrógino el objetivo final de su obra. En el imaginario alquímico, el andrógino no es lo indeseable sino, la imagen cúlmen. Representa la fusión de dos sustancias que, juntas, alcanzan el estado de perfección. Del mismo modo que algunos monjes medievales entendían la monstruosidad como una muestra de creatividad, esta óptica se extendió, naturalmente, en siglos posteriores. El médico inglés Thomas Browne escribía en 1642 que existía en la monstruosidad: “una cierta belleza, la Naturaleza de forma ingeniosa une partes irregulares llegando, en ocasiones, a creaciones más admirables”
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